Durante mis primeros años en los Nórdicos, mi amigo Jorge siempre me avisaba cuando pasaba de noche por delante de casa de mis padres: La luz de la cocina está encendida. Esas pocas palabras bastaban para recordar rutinas tejidas a luz de la luna. Que suena romántico, y es que casi lo era: las veladas de dos amigos yendo a la Playa de San Juan, o a nuestra calita, a comer pipas y hablar de la vida. O a veces yéndonos a Alicante a pasar las horas con los amigos: el Barrio, el puerto, y lo que surja. En ocasiones regresando al amanecer. Pero incluso en esos casos, con el sol rasante calentando ya los troncos de las palmeras, la luz de la cocina seguía encendida. Mientras yo estuviera despierto o fuera de casa, allí estaba ella: un brochazo de luz blanca sobre una fachada dormida. No era una regla de mis padres, más bien una costumbre. Una señal. Por eso Jorge siempre asoció esa ventana iluminada con su amigo emigrado y las aventuras vividas. Recordándole mi ausencia.
Recuerdo todo esto 20 años después mientras estoy en el jardín de mi casa, en Loviisa. Medianoche de un miércoles de octubre cualquiera en el sur de Finlandia. Hace una temperatura deliciosa, ese frío suave de otoño que te refresca pero no te muerde. Ya no hay mosquitos desde hace un mes y el cielo está despejado. Estoy sentado en los escalones de cemento de la sauna, apoyada la espalda en los tablones viejos del cobertizo. Relajado, contemplando las estrellas. Llevo una sudadera y pantalones de estar por casa. Es una de esas noches en las que podrías estar afuera, en silencio, contemplando el universo hasta el amanecer. Como en los viejos tiempos. Pero me faltan las pipas y la compañía, claro.
Es un miércoles cualquiera, pero una semana accidentada. El lunes le dije a mi cliente principal que se olvidara de mí. Era el que me permitía pagar la hipoteca y mantenerme a flote, pero en la última reunión insinuó que yo mentía. Que no estaba haciendo el trabajo por el que le cobraba. No sé si le había sentado mal el desayuno, pero tampoco es que ese fuera su primer desplante: frustrado por su propia situación laboral ―me encantaría entrar en detalles, pero no debo― empezaba a volcar sobre el eslabón más débil, el freelancer, un servidor, sus fracasos acumulados en fascículos coleccionables. En diez años nunca me quedé sin cobrar, entre otras cosas, por salir a tiempo de ciertas emboscadas. Así que le dije que suerte de aquí en adelante. Hasta le di la mano al salir. La pirueta vino al día siguiente cuando mi otro cliente, más pequeño, con el que había tenido muy buena relación durante 36 meses decidió reducir mis horas de trabajo ―y cepillarse a media plantilla: un año duro en esa industria. Dado que iba a ser casi imposible alcanzar cualquier tipo de objetivo de ventas con poquitas horas sueltas, le dije que mejor parábamos aquí. Total, puestos a perder ingresos, hagámoslo a lo grande. Y así me planté a miércoles. Una noche apacible, reconociendo constelaciones, pero sin pedirle deseos a las estrellas fugaces. Con paciencia, casi siempre se ve alguna. Pero no, nada de cruzar dedos: toca remangarse y avanzar. Algo mejor vendrá. Lo buscaré y encontraré a base de tesón y perseverancia. Alguna puerta se abrirá y, si no, haré un boquete en la pared y entraré por allí. Como llevo haciendo desde que llegué, en 2006, a estas tierras de escarcha y bayas.
Estoy tranquilo. Mecido por la fresca brisa de una hermosa noche nórdica, mirando mi casa en la plácida casi oscuridad. Todo el mundo duerme: mi hija, Catta y hasta los perros. Eso también me relaja: saber que mi familia duerme feliz, que mi mujer me apoya en estas decisiones, y que mi hija estaría orgullosa de saber que su padre tiene el cuajo de plantarse y apostar por él. En peores plazas he toreado, en saunas más calientes me he sentado. Charcos he pisado y en lagos helados me he metido. Ahora mismo tengo tres certezas. Una, iré muy tieso este otoño. Dos, he hecho lo correcto. Tres, algo nuevo encontraré.
Quizá son todas estas estrellas que me hacen sentir pequeño. O quizá es saber qué llevan mucho tiempo allí arriba y que yo soy una mota de polvo a escala cósmica. No tengo problemas, solo retos apasionantes a los que hacer frente. Retos que al joven de 18 años que comía pipas a orillas del mar con su cómplice le habrían parecido apasionantes. Un chico que entonces no sabía que daría el salto que dio. Que en aquel momento habría dicho que no se atrevería. Muchas noches han pasado, me digo, y aquí estoy. Orgulloso del camino recorrido.
Y, de repente, dejo de mirar el cielo y contemplo mi casa. Y sonrío, en la casi oscuridad.
Me he dejado una luz encendida.
Una luz.
Es la luz de la cocina.
Nota del autor:
Este texto fue inicialmente escrito hace unos años. Más de uno, menos de cinco. Prefiero no especificar demasiado. Decir que tengo perros, en plural, ya es una pista.
A las dos semanas de esos portazos se abrió una puerta nueva, y al mes siguiente, otra.
Orgulloso del camino recorrido, y con ganas de seguir dando guerra.
Y la luz de la cocina sigue siendo la última en apagarse cada noche, salvo en verano: hay tanta luz natural que no hace falta encenderla.