Mis amigos de Villarrobledo siempre llegaban antes. Jugaban en casa, claro. Ellos montaban su tienda y delimitaban el campo base: un espacio que pudiera acogernos también a los que veníamos desde Alicante. No era fácil, pero se las sabían todas. Aguantaban el terreno conquistado mientras nos pedían encarecidamente por mensaje que llegáramos a una hora cristiana. No os retraséis, cabrones, que nos quedamos sin campo y sin base. Cumplíamos, lográbamos llegar a una hora moderadamente confesable y, tras luchar con piquetas y lonas —éramos un desastre con las tiendas del Decathlon— pasábamos la primera noche todos juntos, y revueltos. Pero con calma, esa noche me la tomaba con calma: un par de cervezas y al saco, que hay que estar fresco mañana.
Al amanecer, todavía no me había acostado. O quizá sí, y había dormido 3 horas. Quién sabe. Yo no me acordaba entonces, me voy a acordar ahora. Sí recuerdo que el sol me cocía a fuego lento mientras la resaca, si es que a algo tan descomunal se le podía seguir llamando resaca, tocaba una carraca en mi cabeza. Estaba hecho una piltrafa. Listo para una primera jornada de cerveza tibia, música, y lo que surja.
La gracia del Viña Rock era esa. No querías confort, buscabas guerrilla festivalera. ¿Higiene personal? Cambio de camiseta y muda, y gracias. Un amigo probó un año las duchas públicas —o lo que fuera aquello— y volvió con fiebre y la tez verde oliva. También te traía sin cuidado el tema de la comida. Subsistías a base de pan de molde, latas de atún y cerveza. Te daba igual el polvo. Te daba igual usar letrinas que olían a pesadilla de Mordor. Solo importaba el pedazo de erial donde estuvieran tus amigos. Dividir el tiempo entre risas con los tuyos, y jarana con los más de setenta mil energúmenos que en alguna edición se congregaron allí. Que ya son energúmenos, sí, pero siempre de buen rollo: nunca vi una pelea, ni siquiera a altas horas de la noche. Al revés: dame un abrazo, colega, que hemos meado en el mismo arbusto y ahora siento que eres mi hermano. El Viña era, y supongo que lo sigue siendo, una gran quedada que además ofrecía conciertos. Una acampada con tus colegas. Una reunión con miles de amigos en potencia venidos de toda España con los que pasar veladas increíbles al son de una guitarra y un cajón.
El cartel era secundario. Ya que estamos aquí, vamos a ver a Pereza, Bebe o a quien toque. Han pasado 20 años y recuerdo más la experiencia que las actuaciones. Y eso que las hubo maravillosas: Muchachito, Fito, SFDK, La Fuga. Entre tantos otros. Música en español. Rock, hip hop, metal. Nos daba igual. Que no se malinterprete: el cártel solía estar para enmarcar. Y no lo digo porque los usásemos año tras año para decorar las paredes en dormitorios de colegios mayores, sino porque siempre podías encontrar fácilmente cuatro o cinco artistas que realmente no te ibas a perder por nada del mundo y, luego, una vez allí, descubrir en vivo y en directo a otros cinco o seis que te volaban la cabeza. Pero en el fondo el cartel era una maravillosa y muy trabajada excusa para llevar a cabo lo que realmente queríamos: ir a Villarrobledo, estar Lost in La Mancha unos días. Ver tiendas volar un día de viento. Achicharrarnos de calor un año malo. Hundirnos en el barro un año peor. Ver ojos tan rojos y entornados que habrían hecho emocionarse al propio Bob Marley. Ciscarte en el precio de la cerveza dentro del recinto. Improvisar maneras de colar bebercio en la zona de los escenarios. Abrir otra litrona al anochecer. Reírte hasta que te doliera la barriga. Doce personas en cuatro metros cuadrados hablando hasta al amanecer.
Lo cuento como si fuera un veterano, pero solo tuve la suerte de vivirlo tres veces. Luego me vine a Finlandia y, bueno, pues en lugar de 12 personas en una tienda fuimos 14 en una sauna. Diferente concepto, misma resaca. Me hubiera gustado llevarme alguna edición más al zurrón de los recuerdos, pero escogí otro camino. No existían los smartphones ni las redes sociales —gracias a dios— pero conservo algunas fotos que alguien hizo con una cámara digital. Vaya tropa de asalto. Benditos recuerdos.
Me enteré al escribir este artículo de que hubo bronca con el festival de este año, boicots y mal rollito. No sé. Me pilla lejos, y con canas. Dudo que yo algún día vuelva a asomarme al Viña Rock ―cuyo nombre completo, por cierto, es El Festival de Arte Nativo Viña Rock, aunque yo siempre lo escribí del tirón, Viñarock, o el Viña. Pero, quién sabe, quizá algún día mi hija lo haga. Y seguro que le irá igual o mejor que a mí: con ocho años ya es una experta montando tiendas de campaña. A partir de allí, música, amigos, y lo que surja.