La primera vez que intenté patinar sobre hielo tenía 15 años. Fue en Elche, durante una excursión con el colegio y con un desenlace estremecedor: un compi de curso se reventó la rodilla. Catacroc, sonó. No recuerdo cuánto tiempo usó muletas, pero fueron meses.
Volví a probar la experiencia en Helsinki. Fuimos varias veces durante mis primeros 18 meses en el país: con los Erasmus de mi cuadrilla, con mi novia, con amigos. Me di cuenta rápido de que ni era lo mío, ni nunca lo sería. Lograba dar vueltas a trompicones pero no sabía parar salvo impactando contra la valla o abrazando a quien tuviera delante. Eso último, especialmente en Finlandia, pues está mal visto. ¿Podría haber mejorado? Obviamente, sí. Pero no me divertía. El hielo no me llamaba.
Ahora soy padre y a mi pequeña finlandesa le apetecía patinar ese día. Era un sábado de invierno sin planes así que tras rascar el parabrisas y jurar en arameo por la carretera traicionera -pudiendo hacer un erasmus en Nápoles o Niza me planté en Finlandia, etc.- llegamos a la pista municipal de Loviisa. No es un sitio bonito, la verdad. Es funcional. Y es cubierto, que se agradece: es como estar dentro de una nevera industrial, pero al menos no hace viento, que ya es algo. Y, además, durante algunas horas cada finde, es gratis. Que ya es algo más.
Nunca he podido ayudar a Leah con los deportes de invierno. Puedo hacer el numerito de la cabra con un trineo, sí. Pero el esquí de fondo, descenso, patinaje sobre hielo, eso lo llevo regular. Tirando a mal. Hago de chófer a donde haga falta, la acompaño y animo, pero a nivel de técnica o de ser un ejemplo a seguir, agua. O hielo. O sea, no.
Por lo tanto, más allá del orgullo paterno de ver a mi hija soltarse poco a poco, no me esperaba más alegrías aquella mañana gris de enero. Por muy cubierta que sea la pista municipal no deja de ser una nevera. Y si no patinas, y no te mueves, pues te enfrías. Lo dicho: acompañarla y animarla, pero vámonos pronto a por un croissant o una karjalanpiirakka, y un zumo de naranja, cariño.
Entonces las vi. Dos niñas, calculo que tendrían 12 o 13 años. Saltaron a la pista con elegancia y empezaron a deslizarse sobre el hielo con suavidad, ganando velocidad casi sin pretenderlo. Charlaban de sus cosas, ajenas a mi hija y al fulano que las observaba desde la barrera. Apenas se oía el roce de sus patines, parecían tan livianas que me pregunté si las cuchillas llegaban a marcar el hielo.
Iba a dejar de mirarlas cuando, de repente, sin amago ni previo aviso, la más alta de las dos, entre frase y frase, entre confidencia y sonrisa, despegó. En silencio, ni aspavientos. Cogió un leve impulso y se levantó del suelo. Flotó. Levitó. Rotó sobre sí misma, una vuelta entera, y aterrizó. Y siguió patinando al lado de su amiga. Como si nada.
Quizá duró menos de 1 segundo pero sentí que el tiempo se paraba. Fue hermoso, inesperado, tan espontáneo como ellas mismas. Fue un rayo de sol en pista cubierta. Ver a esa chiquilla desconocida flotar, tan despreocupada, grácil y ligera, con su coleta trazando un círculo perfecto… Por fin dejé de mirarlas. Mi propia finlandesa seguía navegando sobre el hielo, también ganando velocidad, algo tensa todavía, pero mejorando como solo los niños pueden hacerlo: por incrementos que a los adultos nos dan vértigo.
Dejé de mirar, sí, pero la imagen de esa niña suspendida en el aire, girando, ajena al mundo, al frío y al tiempo me acompañó durante todo el día. Un juego de niñas convertido en un fogonazo de gracia, de belleza.
Sospecho que para ella fue un gesto tan normal como para mí, a su edad, era dar una voltereta desde el trampolín de la piscina. No crecí aquí, y a veces se me olvida. Pero creo que es para bien: me permite descubrir renglones dorados en la página menos pensada. Renglones que para mis amigos Nórdicos no son más que notas a pie de página. Y creedme, viene bien. Es alentador saber que uno puede encontrarse algo tan hermoso, por efímero que sea, incluso dentro de una nevera industrial.