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Unos copos valientes

Loviisa, un martes por la noche de mediados de diciembre. Debería estar en la cama, ya dormida, pero mi hija de ocho años ha bajado de su habitación sin hacer ruido y, envuelta en su albornoz de unicornio y acurrucada junto a la ventana, mira la nieve caer. Lo ha dejado todo a oscuras salvo la luz de fuera, quedándose en un íntimo contraluz donde parecen estar solamente los copos que van cayendo, despacio, y ella. Es la primera vez que la veo vigilar tan de cerca una nevada.

Lo que debería ser algo habitual, este año no lo ha sido: semanas grises, muy lluviosas. Mucho barro, algo de escarcha, pero apenas cuatro copos hace ya más de un mes. El otoño toca a su fin, es la época más dura y desapacible del año: días muy cortos, noches eternas. Y si no hay nieve que las combata, el paisaje queda anegado en tinieblas casi permanentes.

Mucha gente piensa que lo duro de Finlandia es el frío. No lo es. O menos de lo que parece. Lo que más desgasta es la oscuridad. Desde finales de octubre ―ese maldito cambio de hora― hasta mediados de febrero, nos da más luz una luna llena que lo que acontece entre aurora y ocaso, que es más bien poco. Y si sale un año lluvioso, es oscuridad al despertarnos, oscuridad al volver del cole, y oscuridad al acostarnos. Una vez mi hija, siendo muy pequeña, me preguntó por qué la sacaba de la cama en mitad de la noche para ir a la guardería. Eran las ocho y media de la mañana. El frío es un enemigo físico, la oscuridad, uno mental.

Noviembre es el mes más duro. Al sur del país, nadie nos garantiza nieve. Todo se ha marchitado, todo se va apagando. El cuerpo me pide dormir más de ocho horas cuando, como casi todo el mundo, en el fondo estoy durmiendo entre seis y siete y media. Pero no nos rendimos. Ponemos velas, encendemos la chimenea. También bajamos el ritmo para amoldarnos a la estación: más lectura, más quedar en casa con amigos, más pelis con palomitas y manta. Encendemos el hogar con velas o con leña, y con la mejor compañía. Diciembre suele repartir mejores cartas: malo será que no nieve, y raro será no estar bajo cero para que cuaje, preparando el ambiente para una blanca Navidad. Pero este año, malo ha sido. Ni nieve, ni frío. Y apenas hemos tenido de esos días espléndidos de cielo azul y sol rasante permanente. Llevamos a oscuras 7 semanas. Niebla y lluvia. Nos hemos quedado a dos velas.

Mi hija, como todos los niños, disfruta jugando en los charcos, con el barro, y quizá hasta le gusta que no haga tanto frío. Pero, antes o después, todos acaban mirando al cielo. Pasan los días y los ves con los ojos clavados hacia unas nubes que descargan lluvia y anegan sus ilusiones: nada de muñecos de nieve, nada de trineos. Hasta del barro se cansan, hartos de jugar al aire libre bajo el cielo negro. Por eso te preguntan cuándo va a nevar. Esos primeros copos representan la parte más hermosa en la época más dura. Son la resistencia. Con la nieve, el mundo exterior se vuelve menos hosco, menos desapacible. No es perfecto, pero sí más llevadero para todos: ellos viviendo aventuras blancas, y yo aparco el libro, apago las velas y salgo a comerme el bosque a bocados. Y si se me hace de noche paseando al perro ―cómo no se me va a hacer― pero hay luna, quizá no me haga falta usar la linterna.  

Por fin bajo cero y con un cielo cargado, sabíamos que hoy podía nevar. Ella estuvo esperando, deseando que esos copos cayeran antes de irse a la cama, pero ni para eso tiene suerte este año. Y, si los vigila desde la ventana, es porque sabe que no durarán: las temperaturas vuelven a subir. Van a plantar batalla uno o dos días, como mucho. Volvemos a la escala de grises. Estos copos representan unas navidades blancas que no van a existir.

Supongo que me habrá oído, pero no ha dicho nada. Ni se ha girado. Quizá pensaba que le iba a decir que no son horas, o que qué hace allí agazapada cuando tendría que estar en la cama. Pero no, no le digo nada. Hago una foto furtiva y me voy a mi cuarto, a trabajar, a escribir. No enciendo siquiera las luces a mi paso para no contaminar el lienzo de contrastes que se ha dibujado ella sola.

No sé cuánto tiempo se habrá quedado allí, si cinco minutos más o si se habrá dormido allí, hecha un ovillo, rindiendo tributo a esos copos valientes que han decidido que, por muy duro que haya sido este otoño, mañana alfombrarán su camino al cole. Zurcir ciertas ilusiones rotas bien merece perder horas de sueño.

El Viña