Stefan is also the founder of Carrison
and Cocodrilo Productions

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Stefan también es el fundador de
Carrison
y Cocodrilo Productions

Apendicitis (Volumen 2)

Me dolía el huevo izquierdo. Ya está. Ya lo he dicho.

A ver, me dolía a ratos, y no era insoportable. Una molestia. Como si de vez en cuando un niño de 3 años lanzara una pelota de tenis a mi entrepierna. Era ese dolor sordo tan particular que todo varón conoce, pero sin exagerar. No era como cuando tuve apendicitis, con 18 años. No caminaba encorvado, pero no estaba para saltar a la comba.

Una vez has cumplido los cuarenta, levantarte por la mañana con alguna molestia inesperada se convierte en una rutina mensual: en enero un tobillo, en febrero la espalda. En marzo ponte gafas. Suma y sigue. En mi caso, no voy al médico a que me miren cada avería. No necesito un profesional para decirme que tengo que hacer más ejercicio, comer más sano y, hablando en plata, aceptar que la vejez no solo son canas, también «hoy me duele la rodilla y no sé por qué». Sin embargo, estamos hablando de un huevo. Un testículo. Una de mis dos cerecitas. Poca broma. No me metí en internet —todos sabemos cómo terminan esas búsquedas— pero pasadas dos semanas empecé a preocuparme. Tomé la decisión. Decidí ir al urólogo.

Era mi primera visita a un especialista de este calibre así que estaba nervioso. Estábamos en Kotka —y no en mi querida Lovisa sueco-parlante— así que supuse que iba a tener que contarle mis cuitas genitales en finés. A ver cómo le iba a explicar la metáfora del niño de 3 años. Y tampoco recordaba cómo se decía «saltar a la comba». Al entrar a la consulta, la primera impresión no fue halagüeña: el Dr. Kohonen me sacaba una cabeza y media y tenía en su rostro una expresión severa. Rondaba los 60 y su voz cavernosa al darme los buenos días me dejó más encogido de lo que ya estaba. Pero me equivocaba…

Hagamos un inciso, porque parece mentira. Viviendo en tierra Nokia desde 2006, cometer un error de novato: lo que yo, siendo español, puedo percibir como un rostro con «una expresión severa», trasladado a la fisionomía de un ciudadano finlandés, especialmente si es varón, puede reflejar cualquiera de las siguientes emociones: seriedad, tristeza, enfado, entusiasmo, interés, alegría, curiosidad, decepción o contemplación introspectiva acerca de las reglas de partitivo. No sé si me explico.

Resultó que el Dr. Kohonen era cortés, amable, y hablaba un inglés impecable. Era un gigante vetusto y entrañable. La vida no siempre va a brindarme la oportunidad de escribir esta frase así que no la voy a dejar pasar: conecté inmediatamente con mi urólogo. Voy a estar en buenas manos, me dije.

Le conté mis síntomas ciñéndome a los hechos. Sin florituras ni conjeturas. Él, detentor de los arcanos más íntimos, asintió en silencio. Y llegó el momento: túmbate en la camilla, vamos a echarle un vistazo. Me bajé todo lo que puede uno bajarse, me tumbé en la camilla, e intenté relajarme. Estoy en buenas manos. Es un gigante entrañable. Es el detentor de las ¿estrellas? Fugaces. Puntos blancos. Dolor.

Durante los siguientes 2 minutos el gigante vetusto, cortés, amable, afable, con voz cavernosa pero angloparlante, probable padre de familia y posible abuelo entrañable, intentó resolver un cubo de Rubik con mis pelotas. O hacer masa madre con mi escroto. O, por si esto está quedando algo vulgar: no se limitaba a ejercer como un especialista en dolencias testiculares, era también un pintor de sensaciones estridentes en mis partes nobles. O sea que más que en buenas manos, lo dejamos en manos profesionales.  

Un respiro en el suplicio. Lo tengo bastante claro, me dijo. Pero, para asegurar, vamos al ultrasonido. Vamos a echar un vistazo. Vamos al ultrasonido. Vete tú, si tanto te gustan los paseos. Pero no, no dije eso. Simplemente asentí con la cabeza. De todas formas, él ya estaba preparando el equipo así que tanto le importaba que yo asintiera con la cabeza o con el codo derecho.

Lo bueno de un ultrasonido es que no duele. Lo malo es el gel que te ponen para verte por dentro. Yo no soy muy presumido, coqueto o cuidadoso con mi imagen —trabajo desde casa desde 2009, los días que llevo pantalones son días especiales y mi cuchilla de afeitar se pagó en marcos— pero cuando el tipo me aplicó dicho gel, me mosqueé un poco. Yo había llegado a la consulta nervioso, vale, pero aseado: me había duchado justo antes de salir de casa y la expresión «sacar lustre» es quizá la que mejor define el ejercicio de higiene al que había sometido a mis partes pudientes. ¿Y para qué? ¿Para que ahora me las embadurne el amigo testicólogo con esta marranada? Pero de nuevo, no dije eso. No estaba yo para protestar, negociar o cabrear a quien, en ese momento, me iba a volver a pasar la ITV por los bajos fondos con un aparato enchufado a la corriente.

Duró apenas un minuto. No dolió. El gel estaba fresquito. Él estaba callado. Fue casi una experiencia zen. Casi.

Y entonces —pasemos al presente para darle más dramatismo al desenlace— apaga el cacharro y suelta la bomba: tienes una torsión del apéndice testicular izquierdo.

Yo me incorporo poco a poco. Estoy aliviado porque su diagnóstico no incluye ninguna palabra de las que no quería escuchar, pero a la vez muy confuso porque no entiendo de qué me está hablando.

—¿Querrá decir torsión testicular?, pregunto yo.
—No. Te lo repito: torsión del apéndice testicular izquierdo.

Vale, pues por partes: ¿Es grave? Ante esa pregunta él me mira como diciendo, se cae por su propio peso. Lo cual es cierto, porque ya me he levantado de la camilla, pero yo me refiero a la otra gravedad. Me lo aclara: no es grave, no se opera, no se trata. Paciencia. Pasará. OK. Pues ahora que sabemos que no es grave, cuéntame más del apéndice testicular, amigo. Porque por muy finlandés e inescrutable que seas, si después de lo que acabamos de vivir no somos amigos, pues chico, yo ya no sé.

Me cuenta que la mayoría de los hombres tenemos un apéndice en cada huevo. No sirve para nada salvo para vivir odiseas urológicas en tierras nórdicas y ayudarte a parir textos de dos páginas —manda huevos. Y resulta que la torsión de uno de esos apéndices es la dolencia testicular más común entre los varones y normalmente no requiere tratamiento. Lo que aprende uno en Kotka, oigan. Pero quietos, que no se mueva nadie: no termina allí la visita. A este tipo realmente le gusta su trabajo. Volvamos al pretérito. Quedaba mucho por aprender en Kotka.

Durante los siguientes diez minutos el afable y estimable Dr. Kohonen me enseñó fotos a todo color, dibujos, croquis y llegó a hacer de —no se me ocurre mejor manera de describirlo— mimo testicular. Que también digo: un señor, finlandés, de sesenta y tantos tacos, con voz cavernosa y pausada, haciéndote sombras chinescas para contarte que tienes un huevo con el apéndice a la virulé, pues oye. Son experiencias. Que te guardas en el zurrón por maltrecho que éste esté.  

Pero todo lo bueno se acaba. Tras plantearle un par de dudas —si se puede hacer ejercicio, qué tipo de ropa interior llevar, si sabía hacer nudos marineros con los ojos vendados—salí de la consulta. Cojeando ostensiblemente y todavía sorprendido: quién me lo iba a decir, que podría volver a tener apendicitis.

Una de grumetes